lunes, 9 de diciembre de 2013

El día en el que vendí mi alma

Voy a empezar diciendo que por un momento me va a dar igual lo que el lelo de turno esté leyendo en este instante. Me da igual sonar repetitivo o inconexo, me da igual lo que se vaya a pensar, ya que me molesté en que esta mierda fuera anónima.

No recuerdo exactamente cuando fue el momento en el que vendí o regalé mi alma. Si lo supiera, me retractaría de haberlo hecho, sabría si la vendí u obsequié. Me arrepentiría a tiempo, frenaría y me quedaría con mi alma corrupta y ennegrecida. El hecho fue que me quedé sin ella. No sé si hay vuelta de hoja.

No me queda ya sangre de escritor, ni pensamiento de poeta. No quedan visceras para impregnar papeles desordenados con mala caligrafía. No me quedan motivos para vivir que no sean las expectativas de los demás hacia mí. Y me entristece, me entristece calificar de mierda todo lo escrito previamente y que no quede ni un atisbo de ganas para rehacerlo, como debería, si fuera realmente un creador auténtico.

¿Por qué me embarracho fumando cogollos verdes? Creo que estoy cerca de la respuesta. Me acerca a mi esencia, a mi "yo" auténtico, a lo que como enfermo mental tengo vedado, a los territorios de la locura en los que me encuentro tan bien y de los que nunca me quiero despedir. Pero existe la realidad, la cordura.

Existe la realidad, en la que me instalo por largas temporadas de monotonía y rutina de las que sólo me rescata mi amor por el sexo, y mi amor por el amor. Arrastro los mismos vicios de siempre: los cigarrillos, el café, un poco de alcohol que me hunde una vez a la semana, y el amor por una mujer.

Actualmente vivo en esa realidad que impide soñar, y que si lo permite, impide que los sueños sean recordados. Porque cuando no se recuerdan los sueños, no se hace nada para que se materialicen, se quedan en la nada.

Sin mayores perspectivas de momento, se despide Domingo.

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